Al final de mi horizonte auditivo

Escuché una sirena al final de mi horizonte auditivo. Es un sonido que se esconde por detrás de los edificios, más allá de los autos esporádicos y agitados que se escuchan por encima. Si la escucha fuese una pintura, sería un monton de capas semi translúcidas permitiendo ver una detrás de la otra diferentes texturas y colores.

Hoy llueve, y ese sónido de lluvia matiza los diferentes sonidos que usualmente llegan. Al fondo algún perro se entremezcla con el sonido del viento, fusionando su ladrido con un zumbido constante, creando un aullido sutil y voráz que envuelve, pero no muerde. De entre los sonidos más lejanos y difusos de los que llega más que otra cosa, su eco, contrastan las gotas de lluvia más cercanas, goteras en cascadas miniatura improvisadas. Sin querer me va robando la atención y me voy haciendo parte de la múltiple audiencia que disfruta de este singular concierto.

La calle parece tranquila. Una tranquilidad inusual para una ciudad tan grande, es como la calma que llega después de la tormenta, justo eso es lo que sucedió. La lluvia es casi llovizna, pero es constante. Renueva sonidos en oleajes de agua voladora y caotica urbanidad.

Comienzo a entender como funciona ese ciclo. Como una ínfima gota cae y renueva el viento que le precede, como un claxón lejano irrumpe para dejar paso a un motor que por la distancia no se distingue si es de auto, autobús o motocicleta. Una campanita movil de la terraza acompaña el concierto del viento. Un eco dispar de la monotonía y la recalcitrante urbanidad construyen una tonada que invita a la calma. Ruidos que de cerca nos dejarían casi sordos, a la lejanía se vuelven un mantra relajante. Y si a todo ello le sumamos la lluvia, el viento, el móvil, las gotas, el eco; encontramos un ritmo integrador que nos puede dar una idea, al menos una idea, de como puede ser la melodía del tiempo.