Adela de mi vida pasada


No me importaba nada, no sé porque era así... si lo hubiese sabido, tal vez ella estaría aún conmigo.

En ese tiempo solía refunfuñar enérgicamente al encontrar las caballerizas sucias, cada que acudía por mi caballo me encontraba con excremento del animal regado por todas partes, parecía que lo hacía adrede para hacerme enojar. La hacienda era grande, y hasta ese momento no habían llegado enfadosos revolucionarios para hacer sus destrozos... pero poco faltaba, la mía, era una de las pocas haciendas en la región que no habían sido saqueadas aún, yo lo atribuía a lo fuertemente fortificada que estaba. Ningún revolucionario de poca monta se atrevería a entrar ahí, pero un ejercito grande seguro se daría la oportunidad por ver que podía sacar de provecho, había mucho dinero en mi despacho, muchas mozas que servían a los quehaceres y casi todas de muy buen ver... y mi esposa... mi linda esposa.

Nunca imaginé que Jaime, el mejor amigo de mis años de juventud, me podría traicionar de la manera en que lo hizo. Y no fue ni siquiera su ejército lo que me causó mayor infortunio, fueron esos malditos brillantes ojos soñadores suyos, esa desaforada mirada que se perdía en el infinito y ese carisma chispeante y disparatado que todo idealista ensimismado posee los que me dieron la mayor de las estocadas.

Esa mañana se escuchaban los arrieros tocar un corrido de guitarra en el que aparecía su nombre. No le presté demasiada importancia, pero debí saber que era una señal de alarma. Jaime se había vuelto muy popular en el pueblo, nuestro lugar natal. La hacienda, que estaba a tan solo a dieciséis minutos a caballo de ahí, era mi herencia, y la había mantenido con todo el rigor de volverla próspera y autosuficiente. Muy poca necesidad había de ir al pueblo viviendo ahí, y menos ahora con todas las revueltas que había a lo largo y ancho del país, mejor era guardarse. Antes de salir de la casona rumbo a las caballerizas, me despedí de mi esposa. Ella me dio un dulce beso en la mejilla con esos labios aterciopelados, permitiéndome acariciar el olor a jazmín de su cuello. Me besó cariñosamente, pero no apasionadamente, yo lo notaba, aunque también, yo me lo negaba. 

Desde el umbral de la puerta vi como a la distancia una polvareda se levantaba colmando el portón de la entrada a la hacienda. En seguida, distinguí gritos de gentuza, caballos galopando y unos cuantos disparos de revolver junto a la polvareda aproximándose hacia donde yo estaba. Eran unos cincuenta hombres a caballo. Ni me moví, ni levanté la voz para esparcir la alarma, estoico me entregué a mi destino, claramente me iban a atracar, no tenía la más mínima idea de que tanto.

De entre los caballos bajó un hombre. Cara peluda y polvorienta con unos dientes disonantes. Mientras se iba acercando me empezó a gritar. 

- En nombre de mi general Villa y la revolución, vamos a confiscar esta hacienda y todos sus bienes, ¿está claro?

- ¿y si no está claro?

El tipo relajó la voz cuando iba llegando a los escalones de la entrada diciendo:

- Amigo, no es necesario que lleguemos a la violencia. 

Entonces el singular personaje mientras levantaba la cara se echó para atrás el sombrero y pude distinguir en esa cara peluda como asomaron un par de ojos brillantes, esos malditos ojos brillantes. Reconocí a Jaime con su semblante amigable, y entonces me dijo:

- Juan, no vamos a hacer ningún destrozo, yo no lo voy a permitir. Ninguno de mis hombres se va a sobrepasar mientras yo viva, solo vamos a tomar algunos víveres y llevarnos tus caballos. - yo no hice ninguna mueca ante sus palabras. Pero le dije:

- ¿Vienes a esta casa que tanto te dio de comer para robarla?

- Vengo porque, por más que quise, no pude retrasar más esta llegada, si hubiese sido otro, habría llegado a romper y robar hasta las a mujeres. En lugar de eso lo más que te puedo ofrecer es paz para esta hacienda, pero tienen que cooperar con la revolución.  

Me lo dijo con algo de pesar, yo trataba de convencerme en no creer nada. Pero comprendí que era inevitable. Así que simplemente giré la mirada.

- Sólo hay una cosa más. - Me dijo con cautela, con extrañeza pude ver que Jaime, ese hombre tan seguro de si mismo, de un momento a otro me hablaba con temor, pero ¿de porqué?

- Pero para decírtelo, debemos llamar a Adela. 

Yo volteé hacia dentro de la casa y vi que no hacía falta gritarle, ella estaba ahí, justo detrás mío, de pie tras esa puerta, aún con el delantal puesto con un semblante donde difícilmente habría podido disimular como el corazón se le escapaba del pecho. Había escuchado todo.

- Adela - le dije amable intentando demostrar dureza, - ¿Qué me tienes que decir que yo no sepa?

- Creo que ya lo sabes, pero es mi deber decírtelo a la cara. - y justamente, me encaró.

En ese momento yo ya sabía que me diría, siempre supe que Adela no era mujer para mi. Siempre supe que con Jaime tenían una afinidad especial. Siempre supe que era una mujer de un inmenso amor, tanto así que incluso lo compartía conmigo, pero nunca me entregó su entera pasión. Sabía que en esa hacienda, en donde yo le brindaba seguridad, lo que ella realmente buscaba era libertad. Que esas tardes donde salíamos a galopar, cuando ella se adelantaba a toda marcha lo hacía ensayando su escapada, yo solo la miraba desde atrás como buscaba extender sus alas de golondrina errante y volar. 

La miré como siempre la miré, nunca fui un hombre apasionado, pero al menos, tenía la certeza de sentir amor por esa mujer. Apreté los dientes mientras veía como se quitaba el delantal  en frente mío dejándolo caer al tiempo que me decía estas palabras:

- Siempre fuiste bueno Juan, yo intenté quererte, pero hay algo más grande en mi. Algo que no cabe en una hacienda como esta por más grande que fuera. Gracias por tu cariño. Me voy con Jaime y tras su causa.

- Vete entonces - le dije - Adiós y hasta nunca a los dos.

Me dio otro beso en la mejilla antes de partir, dejándome acariciar por última vez el olor a jazmín de su cuello. Bajó los escalones. Jaime con los ojos más brillantes que nunca le acercó un caballo e intentó ayudarla a subir, ella se negó a la ayuda y subió sola de un brinco, como siempre lo hizo. Tomó las riendas y se fue a todo galope de ahí. Jaime apenas le podía seguir el paso. Él volteó ligeramente y me hizo un ademán de adiós. Ella no volteó más.

Adela en su partir esparció por toda la hacienda su olor a Jazmín. Desde entonces escucho historias de Jaime y ella convertidas en corridos. Al final, decidí ayudar a la revolución, soy parte de esa causa desde mi hacienda y con la gente, encontré pasión por ello después de perder lo que yo pensé era mi mayor pasión. Creo que algo aprendí cuando la perdí. Nunca pensé que Adela se iría con otro, ni que dejaría de ser mi mujer. Yo sé que la buscaría por tierra y por mar, pero no soy de viajar ni en buque ni en tren militar. Las caballerizas me necesitan para seguir limpias. La revolución no necesita solo gente que sepa disparar revolver arriba del caballo.

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